Siempre supe que soy una nefelibata. Siempre me he encontrado soñando con los ojos abiertos, comparando las situaciones y las historias de los libros con las de la realidad y a veces también viviéndolas como tales. Asimismo, pienso que siempre supe como acotar a la realidad, guardar proporción y no dejarme llevar del todo por estos ensueños y nubes de la imaginación. Por lo tanto, puedo mantener que algunas de las imágenes de las historias y de los libros que guardo en mi mente son mucho más conmovedoras que las palabras que las puedan forjar.
Érase un domingo de verano, el 25 de julio del 2010. Había salido con unos amigos y luego de pedir unas tapas a un euro en el Mercado de Sán Miguel, habíamos empezado a comérnoslas en silencio, en las escaleras de en frente. De repente, escuchamos un ruido de tambores y una melodía muy específica de un instrumento que llamo oboe, pero que es la gaita para los gallegos. Siguió el paso de una procesión de gente de ropa de colores morado y amarillo, que llevaban un carro con la escultura de un santo. Justo antes de preguntarme de viva voz qué era, me di cuenta que el 25 de julio es siempre el santo protector de España y el día de Galicia.
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