Podría no haber tenido tiempo de descubrir el placer inmenso que me trae la escritura; podría no haber descubierto la alegría de tomar mi café con leche delante de una ventana muy grande, por la cual el sol llena mi casa de luz; podría no haberme enterado de la mera delicia de tener tiempo inagotable para la lectura, los libros y sus historias; podría no haber sentido el olor a azahar.
… que llegaba en Madrid con una maleta muy grande, la dirección de un hotel dónde iba a alojarme durante meses, hasta encontrar un piso en alquiler, mi mente llena de proyectos y el corazón cuajado de ilusión para empezar una nueva andadura profesional y personal que iba a durar un año – un año de ensayo, para empezar. Recuerdo muy bien, como si fuera hoy, que era un domingo, 2 de noviembre 2008, muy nuboso y gris, y que incluso me pareció curioso que era así como me recibía un país mediterráneo, habitualmente soleado, que no había visitado nunca antes y sólo conocía por su historia, sus clásicos, su clima y poco más. Justo antes de salir de Bucarest, había escuchado en la radio una canción que decía, más o menos, “cuando tomes tu café/toma tu café en España/ y-no-te-lo tomeeees sin laaaa cañaaa…”. En el momento, el sentido de estas palabras me eludía, pero me parecío que todo sonaba muy, pero muy bien.
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