Al principio, el inglés es necesidad; y como tal necesidad, se asume como un proceso a corto plazo, que además requiere esfuerzos y sacrificios. En seguida se transforma en obsesión: se aprende sólo con nativos – profesores o no; de hecho, da igual mientras sean nativos – y si posible, con métodos prodigiosos que prometan un éxito rápido. Finalmente, la necesidad que lleva a la obsesión se convierte en compulsión. Y no de la buena. Se respeta a rajatabla la receta del trastorno.
En un país que ya tiene un idioma internacional que se puede escuchar en cualquier rincón del mundo y que por circunstancias y oportunidades históricas ya tiene asegurado su lugar dentro del patrimonio cultural universal, el bilingüismo se ha convertido – tristemente – en una obsesión que empieza a dejar de ser la ventaja que debería de abrir mentes y perspectivas, de tender puentes y compartir creencias y pensamientos.
“Ahora mismo quiero aprender inglés para sacarme el certificado; después voy a aprenderlo sin presión, por goce, con libros, canciones, pelis y series”.
“Eso de los exámenes oficiales es un timo; nos están engañando, son demasiado difíciles, no se corresponden al nivel”.
“Quiero ponerme ya con el inglés. Es que lo cogí y luego lo dejé por cosas del trabajo. Aunque lo tenga más oxidado, ya que llevo tiempo sin usarlo, tengo nivel avanzado y quiero un grupo de mi nivel”.
“Los exámenes oficiales sólo están para sacarse el título; aunque no me lo saque, esto no quiere decir que no tengo el nivel avanzado”.
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