Conversación en la Ciudad Púrpura

La familia es para muchos como una ciudadela: un espacio amurallado, hecho para estar cerrado o al menos delimitado a la vez que fortificado, accesible por puertas que se quedan abiertas a veces como las de la Ciudad Púrpura hoy en día, en el horario de visitas y que otras veces permanecen cerradas al público, de vez en cuando entreabiertas para los de la parte política. Desde fuera parece un fuerte impenetrable e inquebrantable, inalcanzable e inaccesible, por los lazos sobrentendidos de sangre, biológicos, por el pasado común, de familia. Dentro, aunque estos lazos comunes se toman como normales para hacia fuera, el amor y el afecto se consideran indudables y por lo tanto no requirentes de conversaciones ni asentimientos. En cambio hay discusiones, ajetreos, reproches, tristezas, palabras, ¡ay, cuántas palabras!

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La vida: la recomiendo, pero es complicada

Saber o poder pararse a pensar no es poca cosa. Y tampoco es fácil ponerse a recapacitar o dudar, dejarse reflexionar o escuchar cuando se llama la atención. Es sencillamente otra manera de aceptar y asumir que la «vida es complicada», que la gente es también así – dispuesta a hablar, compartir, preguntarse y explicar. Que ¿no tenemos tiempo a pararnos a reflexionar en todas las pequeñas cosas inexplicables o sin aparente importancia? Que ¿no nos da para dudar de cada cosilla? Que ¿no llegamos a pensar y rememorar o reproducir cada evento, cada conversación, cada réplica, cada ocurrencia? Nada más erróneo: en la mente, en el pensamiento, nunca hay vacío, siempre hay tiempo y espacio, siempre pensamos, siempre reflexionamos. Únicamente resulta un poco más complicado que acatar los ajetreos, los malentendidos a la complicación de «la vida, no la recomiendo».

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Contexto y pretexto

No es complicado abrir una academia de idiomas, puesto que el mercado ya está ahí, el nicho también se ha creado, los incentivos para pequeños negocios existen, las facilidades administrativas también, la demanda y los clientes potenciales también. No hay que crear necesidad e interés por el servicio de la enseñanza de idiomas, puesto que esto ya existe: el inglés, por ejemplo, es sencillamente algo que marca diferencia en la competición en el mercado de trabajo. Un título oficial y conocimientos de inglés a niveles decentes pueden llegar a zanjar el proceso de selección en una empresa, incluso si el puesto en sí no requiere ni conocimientos de inglés, ni necesidad del uso del idioma en el día a día del curro. Además, todo esto se particulariza más aún cuando el candidato puede valerse para hablar francés e incluso un tercer idioma extranjero.

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El lado del asalariado

Todavía me faltaba por descubrir un libro parecido, pero escrito desde la perspectiva del empleado que quiere compartir su experiencia, desde una posición medianamente objetiva, basada en contar los hechos, comentar el porqué de las críticas, explicar su razonamiento y hacerse escuchar y tener en cuenta. Es lo que falta para tener el cuadro completo: los directivos y los asalariados hablando, más allá de los convenios colectivos y los acuerdos sectoriales. La conversación pendiente que tiene que ocurrir.

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Argumentar hasta agotar el lenguaje

Argumentar hasta agotar el lenguaje no significa solamente debatir. El argumento liberal del debate pacífico como herramienta para llegar a decisiones y conclusiones sensatas, escuchando a todas las partes, valorando y sopesando todos los argumentos se ha sobre-utilizado tanto, que llega a ser, de hecho, infravalorado por la dejadez con la que se invoca y la facilidad con la que se olvida.

Acabo de descubrir y tener la inesperada sorpresa de una nueva versión de la Antígona del clásico Sófocles que recibió muchos elogios ya, cuyas representaciones acaban de prorrogarse después del éxito inicial, así que, lejos de emprender el camino de una reseña que cumplimente una vez más el trabajo de reescritura del texto, la puesta en contexto, el talento de los actores, las potentes y relevantes referencias políticas y sociales actuales, me quedo con una frase que encuentro perennemente actual, universal y completa: argumentar hasta agotar el lenguaje. En la obra, es el incentivo hacia el público durante el juicio a Antígona, juzgada por haber incumplido la ley al decidir dar una sepultura digna a su hermano considerado traidor, inmerso en una guerra fratricida y castigado después de la muerte a no ser merecedor ni siquiera de un entierro. El mito de Antígona, más allá incluso del personaje del clásico, ha perdurado como tal hasta ahora —más de 25 siglos, dicen— porque esta es la potencia de las historias primordiales, de las leyendas y sus simbolismos; también porque el cuento de las decisiones imposibles, las historias de la espalda contra la pared siguen teniendo su encanto y traen los ingredientes de la poción mágica de verse reflejado en ello, entender un dilema por las propias experiencias comunes de los humanos.

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Hablar español tan bien como un rumano

Nadie es capaz —escribe la autora, al tratar de identificar los orígenes de un personaje histórico con raíces judías de la región de Besarabia—, de aprender español tan deprisa ni tan bien como un rumano. Esto ya llegaba más allá de la «extraordinaria facilidad para los idiomas en general y para el español en particular» que llevaba escuchando —cierto es— sin mucha convicción desde que llegué a España. Esto era mucho más concreto, por la exclusión misma: de todas las personas que se han puesto con el español en el mundo, nadie es capaz de hacerlo tan bien ni tan rápidamente como un rumano.

Llevo ya más de una década en España y desde aquel 2 de noviembre cuando aterricé en Barajas no he dejado de escuchar lo deprisa y sobre todo lo bien que los rumanos aprendemos el español, mientras que muchas de las primeras conversaciones con amigos y conocidos hayan empezado con guiño a la facilidad que supuestamente tenemos para los idiomas en general. Acababa de cerrar un trabajo sobre la identidad cultural y las razones de la existencia de la comunidad rumana de España, entre las cuales siempre se indica la cercanía entre los idiomas, y al leer las notas de una novela de Almudena Grandes, incluida en la serie de sus episodios de una guerra interminable, en la tradición de los episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, doy con unas líneas que me hicieron reflexionar. Nadie es capaz —escribe la autora, al tratar de identificar los orígenes de un personaje histórico con raíces judías de la región de Besarabia—, de aprender español tan deprisa ni tan bien como un rumano.

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Cuando el periodismo se convierte en historiografía

[…] un poco de nostalgia hacia una profesión que elegí dejar atrás por la convicción que, en esta época de las redes sociales y la transmisión del mensaje instantáneo en menos de 140 caracteres, el periodismo solo tenía dos opciones: morir delante de los influencers veinteañeros que no saben lo que es un teclado que no sea touch y no necesitan fuentes para postular y comunicar hechos y verdades, o transformarse en pieza y disciplina de museo, para la consulta e investigación de las generaciones futuras que querrán saber qué es, junto con las disquetes y los DVD.

Siempre me ha fascinado la historia; de pequeña, leía historia de cualquier época, de cualquier país o región. Para mí – como seguro que para cualquier aficionado – la historia no era otra cosa que un cuento de más y la distinción entre ficción y realidad no era un aspecto relevante. Leía historia para enterarme de cómo vivía la gente de una época, qué tenían y qué les faltaba a las personas, qué pensaban y qué deseaban, cuáles eran los acontecimientos por los que pasaban, qué sentían, cómo se lo llevaban. Estos hombres y mujeres eran personajes – históricos, sí – en la historia de turno que leía y, como llegué a enterarme más tarde, sus historias, sus vidas, sus acontecimientos no tenían absolutamente nada menos interesante que cualquier novela u obra ficticia. Más tarde, aprendí que las historias mismas de las novelas se inspiran a menudo de la vida real – no es por nada que en castellano la palabra es la misma, tanto para el cuento como para la disciplina.

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Vuelta a la (nueva) normalidad

normalidad oms

Esta era una foto que ya circulaba por allí hace tiempo – no es nada nuevo – pero, más allá del chiste, lleva algo que anime a pensar. ¿Qué es lo normal? ¿Hay una definición de lo que es, o más bien de lo que no es lo normal? ¿Hay niveles o grados de normalidad, o es una noción tajante: sí o no?

Hace un par de días hablaba con una amiga que me decía: <<Jo, a ver si pronto salimos de esto, para poder abrazarnos, darnos besos, tocarnos. Ha sido una pesadilla esto del aislamiento: ¿cómo le puedes decir a un español, a un italiano, mantener la distancia, no tocarnos, no respirar cerca…?>>. Personalmente, veo con mucha dificultad dónde cabe tanta ansia por no solo estar en larga y amplia compañía, en la calle, en una terraza, sino por estar cerca de alguien(es), por tocarse, por darse besos y abrazarse. Pero esto es lo mío: aun después de más de una década en España, sigo sin haberme acostumbrado a este actuar tan (demasiado) cercano, tan físico y personal; algunas veces lo he percibido incluso como un poco invasor de mi espacio personal, físico y mental.

Desde el principio de la cuarentena en España, más allá de los ánimos y eslóganes de solidaridad y <<esto lo paramos juntos>>, <<quédate en casa y salva vidas>>, lo que más eco tenían eran las palabras que vislumbraban un futuro no muy lejano en el que íbamos a dejar todo esto atrás, para volver a la normalidad, volver a lo de antes, a llenar las plazas, las terrazas y las playas. Como si todo fuese a ser un paréntesis: abrimos el paréntesis, lo pasamos mal, pero hacemos nuestros deberes cívicos, respetamos las reglas, escuchamos a los especialistas y las autoridades, para luego cerrar el paréntesis y volver a pasarlo bien. Como en el colegio y la época de las promesas sencillas, los pactos con los padres y los maestros: sed buenos y tendréis recompensas; si estudias, eres buen alumno, disciplinado, dedicado y te esfuerzas, vas a tener muy buenas notas.

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Los aplausos que dan pavor

No son los aplausos en sí que me dan pavor; no, son todos estos humanos que ya no pueden estar en sus casas. No critico su actuar; todo lo contrario, lo compadezco – pero sinceramente, me da miedo. Todavía no lo comprendo del todo, porque yo sí sé disfrutar de mi hogar y no se me han acabado las ideas sobre qué más hacer, además de trabajar, pese al confinamiento. Sí veo que otras personas, con otras estructuras anímicas y psicológicas – no lo llevan bien del todo.

El primer día fue emocionante – lo confieso abiertamente. Sólo con pensar que tú estás aprovechando la tranquilidad y seguridad de tu hogar para protegerte, mientras que otros van a trabajar, y además muchos voluntariamente, para luchar contrarreloj con un virus, arriesgando sus propias vidas por vocación profesional, bueno: todo esto tiene que emocionar.

Personalmente, sólo pude asemejar la situación con la de hace nueve años ya, cuando el desastre de Fukushima nos hacía llegar noticias horrorosas sobre una parecida lucha contrarreloj de los trabajadores de la central que se habían quedado atrás, tratando de paliar los efectos de la radiación. En aquel momento recuerdo que pensé, como todo el mundo: pero esa gente ya sabe que va a enfermar, que se van a morir, y allí siguen, sacrificándose.

No pongo en duda el sacrificio del personal sanitario de España – pero sí la motivación de los que salen en los balcones cada noche. A mí me dan pavor.

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Help. Cuando el mal es un grito de auxilio

Cada frase que le echa en cara está doblada en sus adentros por un grito de ayuda y una suplicación a la redención. Cada cosa fea, torcida, amarga que le dice viene seguida por un “te suplico, ayúdame” que sólo él escucha, porque lo dice exclusivamente en su mente. Cada insulto que escupe se traduce por una imploración a auxilio que sólo el lector percibe.

Help me if you can, I’m feeling down/And I do appreciate you being ’round/Help me get my feet back on the ground/Won’t you please, please help me?

Pedir ayuda no es fácil; dar auxilio no es difícil. Pero ¿qué hacer cuando el que pide ayuda no sabe expresarlo? Más aún, ¿qué hacer cuando el que pide ayuda lo está haciendo a través de insultos, humillaciones, rechazo y reproches?

A raíz de una reciente discusión muy amarga y con profundo sabor a mal, no puedo dejar de pensar en una de las escenas finales de la última novela de Jonathan Franzen. El protagonista, el que había malvadamente construido un engranaje del que todo el mundo sale ileso menos él, se acerca a un precipicio tanto abstracto como físico. Pretende tirarse al vacío, pero durante la última conversación con su oponente bueno y luminoso, le pide ayuda. Cada frase que le echa en cara está doblada en sus adentros por un grito de ayuda y una suplicación a la redención. Cada cosa fea, torcida, amarga que le dice viene seguida por un “te suplico, ayúdame” que sólo él escucha, porque lo dice exclusivamente en su mente. Cada insulto que escupe se traduce por una imploración a auxilio que sólo el lector percibe.

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