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Somos guay y no como otros: (no tenemos ni p**a idea de lo que hacemos)
A veces este discurso va a la par con la autocrítica asumida —y llorada a los cuatro vientos. Cuando los directores asumen sus errores, está bien; cuando piden perdón, ya nos vale; cuando admiten que es que somos un desastre y luego se ríen como niños traviesos pillados en la despensa de los dulces, casi que se lo perdonas porque es que, vamos, son majos; cuando adoptan lo del aquí todos aprendemos, nosotros los primeros, casi que te parece guay. Pero cuando todo esto se repite como en una reposición de una serie de éxito que has visto tantas veces que te sabes todas las réplicas de memoria, pues cuando ocurre esto lo sensato es pensar que, de entrada, nada fue auténtico: ni el afán de aprender de los errores, porque la idea de aprender de los errores es intentar no volver a repetirlos, ni la imagen guay y moderna que quieres proyectar, porque al final solo enseñas incompetencia y falta de preparación y experiencia. Y, además, querer envolverlo todo en una capa de vanguardia e innovación, de novedad y distinción, de diferencia y unicidad, cuando la realidad es que no se tiene ni idea, resulta aún más patético.