Parece ser que en las pymes —muchas veces empresas familiares—ocurre algo así como un proceso de enamoramiento. El empresario interesado en el candidato hace todo lo posible para embrujarle, convencerle de que es imprescindible para la empresa, a la vez que, no siempre, pero muchas veces, tampoco se corta al hacer promesas, en general para cubrir la falta de lo que le interesa a cualquier empleado: el dinero y las condiciones, sobre todo el horario y número de horas de trabajo semanales. El empleado se deja embrujar porque cree que va a tener la posibilidad de construir algo, que sean años de trabajo constante, mejora o transformación de la empresa. Y luego llega el desamor, con el discurso pragmático: seamos honestos, aquí nadie se va a hacer rico, estas son las condiciones, piensa que siempre puede ser peor. Pero más seguro es que siempre se puede estar mejor, ¿verdad?
Concretamente, se trata de una diferencia radical entre la oferta inicial —llena de optimismo, de oportunidades y posibilidades, los guiños al crecimiento posible, las formas muy modernas y abiertas de lidiar, tomar decisiones y venir con soluciones, trabajar en equipo—y las condiciones reales del trabajo, que indican dificultades, complicaciones, incumplimiento de objetivos y promesas —todo lleno de un pragmatismo realista, por no llamarle pesimismo—.
Aquí, de nuevo, el sentido común: no incomoda o molesta el hecho en sí de que el empleador o el jefe, o es pesimista, ode verdad las cosas no van muy bien ylas llama por su nombre, o que hay que apretarse el cinturón, ni tan siquiera si, de hecho, quiere pedir más esfuerzo o simplemente es un pretexto para no asumir mejoras salariales. Lo que es penoso es que, entre el momento lleno de luz y posibilidades de la primera entrevista, el embrujo y el encanto inicial, se interpone como un rayo que oscurece cada vez más el ambiente de trabajo, hasta el momento en el que el impresionante candidato prospectivo se convierte en un empleado mediocre, con muchos fallos y muchas cosas que tiene que mejorar.
La posición del empleador se explica con un argumento obvio, de acuerdo con el cual muy pocas veces puedes encontrar a candidatos válidos y valiosos que quieran quedarse en una pyme en la que todos los roles se comparten entre todos los empleados o en la que las condiciones son mediocres. Dejemos las cosas claras: ahora estoy hablando de una academia de idiomas, pero puede ser una empresa de cualquier sector; los empleados fijos a tiempo completo suelen hacer de —en este caso—profesores docentes, responsables de recursos humanos y entrevistas al personal temporal, encargados de los asuntos financieros —por ejemplo, facturas y pagos a los profesores—, coordinadores de la promoción en las redes y, tal vez un pelín, asistente de marketing y ventas, y también pueden llegar a que se les pida más implicación en asuntos de la limpieza del lugar de trabajo.
Por supuesto que, en dichas condiciones, el empleador quiere encantar al candidato valioso con promesas relacionadas con… lo que en muchos casos llega a ser la nada, por ser poética. Si alguien promete posibilidad de crecimiento, visto bueno, apertura y libertad completa para toda propuesta de mejora y, sobre todo, lo junta eso con alabanzas excesivas a las dotes, la formación y el talento del candidato —lo cuento por propia y dura experiencia—, hay una muy alta probabilidad de que todo sea mentira. En esto consiste el embrujo: encantar al candidato haciéndole pensar que es la leche y que nunca habrá ningún otro como él, elogiar sus cualidades hasta hacerle pensar que es un milagro. Es una pobre estrategia de ventas, poco más.
En primer lugar, cualquier empleador sensato le debe un mínimo respeto al más impresionante de los candidatos: reconocerle el valor de forma profesional, sobre todo porque si el candidato es impresionante, seguro que lo sabe muy bien y no necesita aduladores, con todo lo sinceros o bien intencionados que sean.
En segundo lugar, unos elogios excesivos, aparte de que embarazan e incomodan, no hacen más que dirigir el foco de atención del discurso del empleador únicamente hacia lo que trae el candidato, para oscurecer hasta la invisibilidad lo que se ofrece realmente en la empresa.
Y luego llega el desamor: pasado ya un tiempo en la empresa, no solo desaparecen los elogios hacia el empleado, su trabajo y contribución en la empresa, sino que el antiguo candidato impresionante empieza ya a fallar. Es el momento en el que comienzan a ahorrarse los elogios hacia las aportaciones, la experiencia y los resultados, en el que se recuerdan los errores, los fallos y las imperfecciones. Personalmente, a mí me impactó la diferencia brutal entre tienes el visto bueno para lo que consideres que hay que mejorar, para que nos vaya bien a todos, y es lo que hay, aquí nadie se hace rico, podría ser peor, si no estás de acuerdo, con todo el cariño, la puerta está ahí.
Este desencanto brusco puede ser, en cierta forma, considerado normal: hay unas expectativas que no siempre se cumplen y, cuanto más altas, más complicado el ajuste. Una presentación realista de la situación de la empresa por parte del empresario, con explicaciones breves, pero claras sobre qué se puede esperar y qué no, qué se le requiere al empleado y con qué puede este contribuir, sin detalles embellecedores inútiles e improcedentes, es suficiente.
Dentro de este panorama de la normalidad y pragmatismo de la oferta y las expectativas, informarle desde el principio al candidato para el puesto que, de hecho, aquí nadie se va a hacer rico y la cosa siempre puede ir a peor sería, como mínimo, una prueba de honestidad y apertura, que un empleado prospectivo con una formación y dotes impresionante valoraría y preferiría, con toda seguridad, en vez de una realidad envuelta en embrujos iniciales.