Recuerdo un otoño en el que arrancamos un proyecto bastante amplio de formación en idiomas en una empresa pública. Esto significaba gestión de proyecto en dos frentes principales: por una parte, hacer los tests de nivel a los alumnos y, a continuación, organizar los grupos y horarios en la empresa, teniendo en cuenta la disponibilidad de cada alumno y, por otra parte, la disponibilidad de los profesores, para ver qué horarios encajaban con dichos datos, recogidos de la empresa.
Hay que decirlo también: los profesores indican su disponibilidad en el momento y esto quiere decir que, si hasta que se les pueden confirmar clases reciben otra llamada, con otra oferta de clases que está un pelín más segura, no van a dudar en decir sí a lo que más rápido contribuya a rellenar el horario —sobre todo a principios del año académico—. Esto hace que, aunque un profesor haya indicado su disponibilidad para clases en un cierto horario, es posible que dentro de 2 o 12 horas la situación no sea la misma. Es cierto, a veces parece una montaña rusa.
Dentro de todos los malabares que trataba de hacer ese septiembre, recibo la información de una profesora que había entrevistado mi jefe y que estaba disponible para las clases. Recuerdo que también me comentó mi jefe detalles, en este orden de prioridad, sobre dónde vivía, cómo acababa de llegar a Madrid y qué experiencia de profesora de surf había cogido durante las dos últimas temporadas de olas en Santander, que era nativa y quería ser profesora de inglés. A este punto, ya sabía que cualquier entrevista que no hacíamos nosotros —los coordinadores académicos de los departamentos—tenía iguales posibilidades de resultar en un profesor bueno o malo, sin discriminación alguna y con probabilidad fifty-fifty. No obstante, le pedí al jefe más detalles sobre si la profesora tenía información sobre las clases, el perfil de los alumnos, sus respectivos objetivos de aprendizaje, si tenía experiencia en, o al menos disponibilidad, para aprender a impartir inglés por objetivos específicos o exámenes oficiales. Ya está hecho, Rux. Tú quítate problemas y mándale en cuanto puedas una propuesta de horario.
Lo que imaginé fue que podía llegar a ser posible que a la profesora de surf no le cuadrase el horario. Lo que no imaginé fue que mi jefe le había prometido más horas de lo que le había propuesto yo de acuerdo con mis datos, los grupos y los horarios cerrados con la empresa y su disponibilidad horaria. Esto resultó en que la profesora de surf me informó un día antes del comienzo de las clases —no sé si tenía reservados 3 o 4 grupos y unas 10 horas semanales—que no podía trabajar con nosotros, puesto que se le había prometido jornada completa y un sueldo fijo, y estas condiciones no se recogían en la oferta que le había mandado.
El mensaje más sencillo de este capítulo sería no hacer promesas que no se pueden ni quieren cumplir. Mejor aún, el emprendedor no debería, en aras de convencer a un candidato a aceptar la oferta de trabajo, hacer promesas no apoyadas por probabilidades o, al menos, previsiones al alza. Esto no quiere decir no hacer promesas, o no basarse en previsiones, o no tener esperanzas para un crecimiento del negocio. Emprender debería significar exactamente esto: una combinación entre una idea, un plan, unas estimaciones y claro está, un cierto nivel de riesgo asumido, junto con esperanzas, compromisos y promesas. Basándose en todo esto, el empresario debería tener la capacidad de expresarse claramente frente a un candidato a futuro empleado: qué ofrece y en qué condiciones. Claro está, dependiendo del empresario, la oferta puede ser o resultar más o menos atractiva, sobre todo en lo que se refiere a las perspectivas de futuro. Y es normal, porque cualquier empleado quiere saber que, aunque empiece con poco o no tanto, en algún momento del futuro previsible, las condiciones puedan mejorar. No se trata de promesas firmes, pero se trata de saber que sí existe la posibilidad.
Ahora bien, para ahorrarse conversaciones del tipo pero pensaba que por parte de los empleados, que pueden elegir interpretar a su manera la información tipo sales pitch, percibida en la entrevista, muchos emprendedores no hacen ningún tipo de promesa ni proyectan nada para el futuro. Tampoco dicen aquí no habrá mejora, pero tienen suficiente astucia —y, al final, una cierta forma de respeto básico para los empleados— como para no prometer y no comprometerse. Es una estrategia muy buena, porque hay seguridad de que no va a haber confusiones y, desde luego, no últimamente, si la posibilidad de mejora se desdibuja, cuando el empresario quiera y/o pueda ponerla en práctica, lo puede hacer sin presiones por parte del personal y con la certeza del what you see is what you get.
Al otro lado se encuentra la estrategia sumamente opuesta y, al final, ruinosa: prometer para luego llegar a un momento en el que el empleado hace las cuentas, pide cumplir esa promesa, y tener que explicar eso de:es que será que no. Obvio es que el emprendedor siempre puede decir que no, invocando —o no— a mil razones. Pero igual de obvio es que surge una situación como mínimo incómoda y que le quita toda credibilidad al empresario. Peor aún, en un mercado laboral en el que no se suelen hacer promesas de mejora, escucharlas por parte del empleador para luego verlas no cumplidas tiene un efecto aún peor. De entrada, un discurso distinto atrae, pero si lo prometido ya no es deuda y el discurso se queda en el ámbito puramente retórico, la reacción puede ser aún peor que una mera decepción. Es peor hacer promesas y no cumplirlas que no hacer promesas y punto.
La experiencia que tuve en una de las academias de idiomas en la que trabajé fue, por desgracia, exactamente esta: una verdadera receta para provocar, en fases distintas, la decepción, el enfado, conversaciones tensas y,finalmente, el recelo del empleado. Todo venía envuelto en una nube de promesas y confusiones muchas veces muy mal aclaradas, que luego repercutían en el buen funcionamiento de la academia.
La moraleja de este capítulo no es hacer promesas o no hacerlas. Creo que lo más sensato es decir desde un buen principio qué se ofrece, en qué condiciones y cuáles son las perspectivas —si las hay—. Mejor dicho, dejar las cosas muy claras desde el principio para evitar confusiones e interpretaciones. Dejarlo por escrito, si es necesario. Los emprendedores que lean estas líneas dirán que los empleados se dejan llevar e interpretan sus palabras según su interés. Obviamente, el empleado por cuenta ajena no tiene otro interés que perseguir mejoras constantes en su trabajo. El que le contrata tiene la responsabilidad de dejar las cosas muy claras, desde el principio, para evitar problemas luego y para poder adaptar muy bien los deseos de mejora a las condiciones que se den o a las decisiones coherentes que se tomen.
Y aquí, una vez más: la empresa es el dominio del empresario, claro está, siempre dentro de la ley, los convenios, las normas y los códigos de trabajo vigentes, en cuyo marco el empresario puede tomar las decisiones que se le antojen. Es su empresa, su reino, son sus reglas y sus condiciones. Lo importante es que estas sean claras desde el principio. Si dentro de estas reglas y condiciones entran las promesas, naturalmente es la opción que tiene el empresario. Lo único imprescindible es que, si decide recurrir a las promesas, o las tiene que cumplir a rajatabla (claro está, cuanto menos claras las promesas, más margen para cumplirlas) o enfrentarse a las consecuencias. En pocas palabras, estas resultan, en general, en problemas con los empleados. Y el empresario que quiere conscientemente provocar problemas con los empleados —véase a través de la sencilla estrategia de las promesas sin cumplir—, igualmente quiere problemas, en general, con su empresa. El personal es el corazón, el pulmón y el hígado de la empresa. ¿Qué organismo funciona bien si estos órganos no funcionan correctamente?