Bueno, esto es tan sencillo como suena. Hay que hacer una estimación de ingresos y gastos y si cruzamos los dedos nunca viene mal hacer unas proyecciones basándose en los resultados de los años anteriores. Tal vez esta forma sencilla de expresarlo no es ley de negocio, pero es lógica. Como ya se puede deducir, lo incluyo en un capítulo aparte porque también ocurrió en realidad: al no hacer ningún tipo de previsión, todo análisis de ingresos, gastos y beneficios solía pendular entre el empeño del director administrativo de coger todas las horas y las cuentas disponibles y posibles en los meses gordos y el esmero del director académico —que ya se había retirado de la empresa por haber encontrado un trabajo fijo en un colegio concertado—en pedir cuentas a finales del año para ver qué beneficios se han sacado y, por lo tanto, en qué país se podría ir de vacaciones ese agosto.
Era difícil hacer el más sencillo Excel con los ingresos y los gastos para luego meterle una fórmula para calcular la diferencia, puesto que, por ejemplo, las alumnas que estaban buenas, a veces no pagaban la clase de prueba o no se les pasaba el recibo mensual; otras veces, algunos profesores llegaban a dar hasta cinco clases de prueba y gratuitas para convencer a alguna madre que se pasaba el día en recepción contando que su hijo iba a necesitar preparación en idiomas a largo plazo, previsiblemente para el resto de su vida escolar, y que se tenía que pensar muy bien eso de en qué academia quedarse; había que pagar a los empleados posiblemente antes del día 1, para que puedan pagar el alquiler y las facturas, mientras que, claro, la academia solía cobrar después del día 1 del mes siguiente. Todo un rollo esto de poder hacer la contabilidad.
Prácticamente, esto llegaba a traducirse, más allá de la falta de previsión y la transmisión de un pobre mensaje empresarial, en ningún balance posible al cerrar una temporada, ya sea todo un año académico o un curso de duración determinada. Se dieron situaciones surrealistas en las cuales el empleado tenía un borrador de informe, con el seguimiento y las conclusiones de un proceso, un curso, un semestre, y el director académico le comentaba que no lo podía valorar, porque no tenía todos los datos. Resultaba absurdo subrayar lo obvio —los datos están en el informe—, pero también se hacía, sin tampoco mejores resultados, porque faltaba el Excel con todos los datos centralizados. Hubo instancias en las que el empleado quería pedir un aumento de sueldo y para ello había preparado sus argumentos, demostraba sus buenos resultados, traía pruebas y el director administrativo le explicaba que todo parecía muy bien, pero no lo podía considerar porque todavía no estaba hecha la contabilidad.
Era como una promesa que se prorrogaba ad infinitum, sobre todo hacia finales del año académico, cuando tocaba hablar sobre resultados, mejoras y futuro con los empleados. Las conversaciones existían —de hecho, el director administrativo se enorgullecía de dedicar unas horas a cada empleado—, pero nunca se llegaba a hablar concretamente, con datos y números y, al fin y al cabo, de dinero, porque claro, todavía no estaba listo el informe de contabilidad y no se podían hacer promesas que no se podían cumplir. Todo esto era para los muy previdentes, que no tenían mentes privilegiadas y no sabían encontrar soluciones creativas a cualquier obstáculo que saliera en el momento. Las demás mentes, los profesores que, por ejemplo, querían saber con antelación de al menos un día qué horas tenían que impartir para poder preparar sus clases, eran las mentes cuadriculadas. Estas mentes sencillas no podían salir de sus respectivas necesidades de estabilidad, organización, normas y reglas y, desde luego, no podían llegar a comprender las mentes creativas.
Era como Alicia en el país de las maravillas: todas las reglas estaban al revés o se contemplaban sobre la marcha y los que no las podían llegar a comprender —los empleados caídos en el agujero del conejo—se tenían que adaptar. Tanto como uno puede adaptarse a arenas movedizas.Más adentro, en el agujero, persiste la sensación de que algo queda pendiente por hablar, de valorar, de considerar sin fecha prevista ni intenciones declaradas de cerrarla, y es lo natural que al final no ocurra nunca,así es como suceden las cosas en una pyme. Y así siguieron las cosas, lo de no tener un balance contable era un secreto a voces, pero la empresa funcionaba muy bien así.
Al final, vuelvo a decir lo de antes: el empresario puede hacer lo que le dé la gana en su negocio; es su chiringuito y, si quiere andar en chanclas, sin ducharse, y proyectarse como guay y siempre preparado con soluciones creativas para el momento y sin ninguna previsión contable, hacerles descuentos a las tías buenas y montarse sus propias películas sobre quién puede ser un cliente a largo plazo basándose en su intuición, que así sea. Las mentes privilegiadas siempre lo tuvieron más fácil. El problema es que, de nuevo, como en la vida misma, si uno está solo y sin obligaciones, pues no tiene que asumir ni hacer nada de lo que no le apetezca o hacer exactamente lo que le dé la gana. No obstante, cuando el chiringuito tiene contratada a gente que sí tiene responsabilidades, que sí necesita orden y organización, que sí precisa de coordinación y un sentido de dirección, las cosas se complican un pelín.