Es que nadie trabaja en casa. Los españoles en casa no trabajan. Esto lo he escuchado textual y directamente de un directivo cuando se había empezado a hablar —ni siquiera se planteaba—del teletrabajo parcial o completo en algunas pymes, después del confinamiento total de la primavera de 2020. Orgulloso representante de la vieja guardia, apenas capaz de utilizar el correo electrónico para poco más que comunicarse, dicho directivo no podía aceptar —ni intelectualmente, ni visceralmente—que el empleado sea capaz de trabajar sin supervisión y fuera de la oficina, concretamente en casa. Su mentalidad le ponía como un velo cuando se trataba de intentar hacerle entender el teletrabajo, incluso en unos tiempos que lo habían convertido en imprescindible. Es que no. En casa no se trabaja. Y punto.
Por otro lado, el mismo velo le provocaba también una paradoja que, desafortunadamente, no llegaba a comprender del todo: a pesar de no ver al empleado en su puesto, trabajando, la productividad de la empresa no había disminuido. Es decir, hubo ingresos, los gastos disminuyeron —cuando se trabaja en casa, con medios propios del empleado, incluido ordenador, conexión a internet y electricidad, este apartado de gastos de la empresa tiende a llegar a cero—, pero aun así no había manera de que lo viera. Durante el confinamiento, de hecho, el discurso desde la dirección era tan fatalista que casi podías llegar a sentirte mal por recibir tu sueldo por el trabajo prestado.
La verdad es que no hay mucho que decir ni mucho que sostener para poder cambiar una tal opinión, expresada con tanta convicción y a la vez con tan poco conocimiento. De hecho, en un sentido más amplio, muy pocas cosas se pueden hacer cuando a una persona se la tacha de una cierta forma, se le pone una etiqueta; en muy pocos casos tiene esa persona, por mucho que se esfuerce, por mucho que cambie, que demuestre que aprende y mejora, la oportunidad de que se la juzgue por lo que dice, lo que hace, cómo trabaja y cómo se relaciona en el entorno laboral.
Para empezar, las primeras impresiones, aunque exista la posibilidad de que sean acertadas, se corresponden más bien a un golpe de suerte. En muchos más casos se confunden con prejuicios basados en un pensamiento estereotipado, o con ciertos reflejos que cada uno proyectamos en el otro en las primeras ocasiones. Es de entender que, para los jefes, antes de ponerse —si quieren—a conocer muy bien a las personas que trabajan para ellos, es muy práctico etiquetar a cada uno en funciónde algún conocimiento inicial y luego utilizar esto como norma para siempre, sin preocuparse para ver qué más puede hacer, decir o contribuir esa persona. Al final es muy triste, porque al negar este potencial, aceptar que llegar a conocer a cualquiera lleva tiempo, que existe siempre la posibilidad de que cualquiera pueda mejorar o aprender a hacer más u otras cosas, se le niega a la empresa misma el potencial de crecer y prosperar.
De la misma forma que con el ejemplo del comienzo de este capítulo, calificar de esta forma a todo un pueblo, al final, condena a mucha mediocridad a la propia empresa. En términos inmediatos, esta creencia-convicción de la dirección se tradujo en ninguna consideración para el nicho de mercado que había vuelto a ser la educación online. Mientras que en el ámbito público obligatorio y general es un debate que da lugar a controversias, la educación en modalidad remota no deja de ser una opción que, más allá de los tiempos pandémicos o pospandémicos, en los cuales ha servido de ayuda e incluso garantía para sostener los negocios del sector, es muy viable en la educación privada en general y, sobre todo, en la dedicada a adultos y la enseñanza de idiomas.
Cuando todo el mundo pensaba que el confinamiento iba a durar un par de semanas, por supuesto que la idea era volver a la oficina, a las aulas, y recuperar el tiempo, las clases y las asignaturas. No obstante, cuando las semanas se volvieron meses, todos los que todavía se oponían a introducir herramientas digitales, a apoyarse en ellas, a investigar nuevas plataformas, aplicaciones dedicadas a la enseñanza online, no hicieron más que tardar en adaptarse. Trabajar en casa ya no era algo momentáneo, iba a convertirse en una componente muy importante del mundo laboral, sobre todo en sectores en los que sí se podía y que tenían la oportunidad de desarrollarse también a través de Internet, manteniéndose así a flote, a diferencia de muchos otros negocios, que tuvieron que cerrar porque el contacto directo con el cliente se veía impedido.
Los españoles que no trabajaban en casa llegaron a ser todos trabajadores que solo en casa trabajaban y que, en muchos casos con recursos propios, se hacían cargo de seguir adelante y mantener la actividad de la empresa.
Muchos de los fallos que voy enumerando, basándome en mis observaciones sobre el funcionamiento de las pymes, tienen que ver con el discurso. Existe una discrepancia relevante entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se promete o a lo que se compromete y lo que se consigue, o cuáles llegan a ser los resultados. Pero esto, y en el tema del teletrabajo llega a ser lo más visible, se debe a un concepto —nivel discursivo, de nuevo—bastante erróneo sobre el pequeño negocio, la iniciativa, la creación de puestos de trabajo, la empleabilidad, al final. Desde la dirección se considera que, puesto que las condiciones económicas o del mercado de trabajo son más bien regulares, el empleado tiene la obligación de contribuir con mucho más que su trabajo para mantener el negocio a flote y para conservar su puesto de trabajo. Es decir, por un lado, el empresario es el jefe y él decide las condiciones, el horario, la oferta, y al final se responsabiliza del negocio, pero si la cosa se pone un poco complicada, la responsabilidad del negocio parece ser que llega a tener que ser… ¿compartida? Por los empleados también. Es decir, no es suficiente trabajar y cumplir con sus funciones, sino hay que coger y aceptar más, porque la situación es como es.
En el caso del teletrabajo, a falta de poder observar al empleado cumpliendo con sus horas en la oficina, no tener que pagar la factura de la luz, la fibra óptica y a veces incluso el teléfono o un portátil en condiciones, como herramientas básicas de trabajo, y mantener las líneas muy borrosas entre el horario de trabajo y el tiempo libre,tienen que llegar a contar como el granito de arena que el trabajador tiene que traer, su contribución, su responsabilización para que no estemos obligados a tomar otras medidas.
Desde el confinamiento y la pandemia se ha hablado mucho sobre el teletrabajo, cómo regularlo, en qué condiciones —como si se diera ya por hecho—y menos sobre un cambio de mentalidad, con el cual deberíamos, de hecho, empezar antes de adentrarnos en los detalles. Antes de regularlo, tendríamos, en primer lugar, que estar agradecidos a que está disponible para los que trabajamos en sectores en los cuales es factible, y esto implica, claro está, a prácticamente cualquier sector que basa su actividad en una oficina. No estaría de menos recordar que,hace 20 años,tal vez la mejor opción para comunicar telemáticamente de manera relativamente inmediata era el fax. También haría falta aceptar que es no solamente imprescindible, sino también útil y con muchos pros a la hora de reforzar la productividad, incluso para mejorar el equilibrio entre gastos e ingresos. A partir de ahí se podría empezar a regular entre todos los actores sociales, como cualquier otro convenio colectivo de mínimos. Obviamente, todo esto no haría más que reconocer un hecho: que en casa sí se trabaja y, a veces, más que en la oficina. Representar este hecho, admitiéndolo y regulándolo, sería lo natural y sensato.