Es una cosa que sencillamente no encaja muy bien: cometer y a continuación admitir un error para luego irnos a casa y volver a hacerlo mañana. Todo propósito de reconocer un error es al menos tratar de aprender algo de ello e intentar no repetirlo. ¿O no? Pues parece ser que lo de admitir el error e incluso pedir perdón por ello se puede transformar en un propósito en sí, llegando a ser una especie de panacea para cualquier cosa que va mal —y que ni siquiera se trata de intentar corregir o hacer mejor—.
El liderazgo es cosa seria; no sabría dar una definición exhaustiva o enumerar las características y acciones de un buen líder. Lo que sí que no veo es cómo podría ser una especie de constante rendición frente a las condiciones externas, siempre adversas, cuyos efectos directos en el buen funcionamiento de un negocio se cubren cada vez con el parche del discurso guay y cercano, bajo el eslogan del somos jóvenes y nos equivocamos mucho. Excusas del tipo yo soy el primero en admitir haberme equivocado o aprendimos cada día más o somos un desastre, es que somos nuevos, pueden transmitir un mensaje honesto de sinceridad y apertura, que también supongo que puede ayudar a un buen entendimiento y a un entorno de trabajo relajado y cercano.
No obstante, cuando el empleado nota que se repiten las excusas discursivas, pero a la vez no se dan ni los más sencillos pasos para corregir los errores o no volver a cometerlos, el mensaje que llega es sencillamente de desdén y desinterés. El sentido de asumir la responsabilidad cuando nos equivocamos se basa en el deseo y empeño de mejorar, de tratar de que no ocurra más, de ver qué se puede hacer de otra forma para que haya un resultado distinto. Es francamente desesperante cuando todo empieza a parecerse demasiado al día de la marmota.
Todo esto tiene un trasfondo aún más profundo. Siempre se valora el pedir perdón y asumir la responsabilidad, porque es liberador. Una vez lo hagas, ¿quién y cómo puede decirte algo más? Se considera que el haberlo admitido es ya de por sí tan valiente que se tiene que respetar, callando cualquier reproche o moraleja. Es verdad: es muy liberador. Todos sabemos qué bien nos sentimos cuando admitimos que nos hemos equivocado, cómo nos miran los compañeros de trabajo, sobre todo los perjudicados por el error. Nos ven como responsables, comprometidos, aplicados, fiables, incluso honestos y dedicados. Lo que pasa es que, para empezar, cuando actuamos así ya hemos dejado de ver si se nos aceptan las excusas, el perdón pedido. Hemos llegado al punto en el que pedimos perdón y ni siquiera esperamos a ver si lo recibimos, es decir, si somos merecedores de recibirlo. Pedirlo parece ser ya magnánimo en sí y punto. Pero si se queda en este acto sin acabar, pues resulta ser bastante egoísta, puesto que el que pide el perdón se libera y se siente mejor, a la vez que le echa el peso de la responsabilidad de perdonar al otro, al que le toca otorgar el perdón. Es decir: no solo cometemos errores, nos excusamos y nos liberamos aplicando la receta socialmente aceptada, pero todo el peso del error y la responsabilidad de perdonarlo caen encima del sufridor. Cojonudo.