Queda muy bien proyectar una imagen moderna y desatascada, la de una dirección formada por gente joven, emprendedores con una idea a poner en práctica en educación para contribuir, innovar y no para ganar dinero, porque el dinero es para los materialistas, a los que no les importan las personas. Claro está, queda muy bien. Pero seamos honestos: es postureo, por decir poco. Cualquier emprendedor (abrir un bar o una academia de idiomas y punto no significa emprender) invierte en abrir un negocio con las vistas puestas, a medio o largo plazo, en recuperar su inversión o, como poco, amortizarla y, sobre todo, en ganar dinero en algún momento. Que se puede tener una idea que, una vez aplicada, puede ayudar en la comunidad, contribuir en algo en la sociedad, pues mejor aún, pero nadie arranca un proyecto empresarial sin pensar en la remuneración, las ganancias o los ingresos. Si lo hace, supongo que esto no se llama emprender, sino trabajo voluntario, asistencia social, cooperativa —lo que sea, que probablemente sea mucho más valioso a nivel moral y humano—, pero no es una empresa. Una empresa es invertir para que la inversión resulte en ganancias y beneficios.
Por ello, puede costar llegar a entender por qué existe esta corriente entre los jóvenes empresarios que los hace decir que ellos no son como otros, que ellos sí quieren marcar una diferencia. La diferencia la marca, desde luego, el modelo de negocio —cuanto más original, mejor, claro está—, pero cualquier modelo de negocio se basa, a fin de cuentas, en esta dicotomía perenne: invertir dinero para recuperarlo con creces. Y mientras cualquier joven ingenuo puede imaginar algo así como el entorno laboral de Google, con sofás para echarse la siesta, paredes llenas de pegatinas con nuevas ideas, con horario flexible y sin que nadie mire cuándo has entrado y cuándo has salido, alguien un poco más astuto podría llegar a preguntarse: ya está bien, pero ¿cómo funciona el negocio, si todo el mundo se queda en el sofá para pensar en ideas innovadoras o se toma cinco descansos al día?
A cualquiera le puede parecer estupendo e incluso atractivo poder trabajar con una dirección joven y relajada, liberada de las cadenas del orden y el rigor, puesto que mola, ¿no?, tener un jefe extrovertido y guay, que te habla de cuestiones sociales que le preocupan a la vez que exulta relajación y falta de interés controlador por cuándo entras a trabajar y qué haces mientras estás en ello, en aras de mostrar apertura y una actitud distendida, sin perseguir ni controlar a los empleados. Obviamente, mola escuchar un discurso así, pero luego hay dos posibilidades: o sigues sin rumbo ni dirección, o te preguntas qué es lo que sigue después de ello, porque alguien sí que tiene que trabajar, hacerse cargo del plan de negocios, de la organización de la jerarquía interna, por pequeña que sea, seguir las estimaciones a medio y largo plazo, hacer los ajustes necesarios. Si uno se queda en el no somos como otros, lo siguiente que sale es: ya está bien, no sois como otros, pero ¿cómo sois? ¿Cómo innováis? ¿Qué hacéis distinto a nivel de emprendimiento? ¿Cuáles son las pautas que seguís? En muchas ocasiones, la respuesta —eso sí, si la hay— es algo aún menos preciso: un aluvión de palabras vacías sobre la importancia de la comunicación, la relevancia de valorar el talento y la apertura hacia nuevas ideas. Vamos, un bonito envoltorio para: ni p**a idea. Es más penoso que cualquier cosa.
A veces este discurso va a la par con la autocrítica asumida —y llorada a los cuatro vientos. Cuando los directores asumen sus errores, está bien; cuando piden perdón, ya nos vale; cuando admiten que es que somos un desastre y luego se ríen como niños traviesos pillados en la despensa de los dulces, casi que se lo perdonas porque es que, vamos, son majos; cuando adoptan lo del aquí todos aprendemos, nosotros los primeros, casi que te parece guay. Pero cuando todo esto se repite como en una reposición de una serie de éxito que has visto tantas veces que te sabes todas las réplicas de memoria, pues cuando ocurre esto lo sensato es pensar que, de entrada, nada fue auténtico: ni el afán de aprender de los errores, porque la idea de aprender de los errores es intentar no volver a repetirlos, ni la imagen guay y moderna que quieres proyectar, porque al final solo enseñas incompetencia y falta de preparación y experiencia. Y, además, querer envolverlo todo en una capa de vanguardia e innovación, de novedad y distinción, de diferencia y unicidad, cuando la realidad es que no se tiene ni idea, resulta aún más patético.