No han sido pocas las ocasiones en las que he asistido a lamentaciones por parte de mis jefes en cuanto a las circunstancias económicas, la situación y los sacrificios hechos por la dirección para mantener la empresa a flote, las inversiones no recuperadas, la no sostenibilidad del negocio. Como empleado no piensas desde el primer momento en que es una excusa para desviar la atención y obviar conversaciones sobre aumento de sueldo o mejora de las condiciones. Si el mismo jefe se queja de que no tiene para un café, ¿cómo le vas a pedir un aumento de sueldo? No, la primera vez piensas que eres partícipe de algo: qué honesto, ¿no?, el jefe que comparte sus preocupaciones, desde el atril de su responsabilidad asumida para el negocio y la gente que contrata. Baja entre los mortales para contarte, en un momento de apertura y sensibilidad, qué difícil es luchar en el mercado de libre competencia para poder firmarte la nómina.
Lo que pasa es que, como asalariado, empiezas a hacerte preguntas cuando estos momentos se repiten con más o menos frecuencia. Cuando comienzas a oír un poco demasiado y repetidamente de la inversión que todavía no ha recuperado el director académico, socio en el negocio, cuando ves que los episodios de las lamentaciones tienden a repetirse en casi cualquier ocasión, cuando notas que ya se habla muy frecuentemente sobre la lucha que se ha dado para pagar las nóminas este mes, pues empiezas a preguntarte qué se puede hacer. Muchos empleados comienzan a echar más horas, a trabajar más arduamente, se consumen más, se hacen partícipes del proyecto y asumen parte de la responsabilidad, para demostrar lealtad e implicación —vamos, que les importa—. Es perfectamente natural: para muchos de nosotros, el lugar de trabajo es donde más tiempo pasamos y muchas veces se transforma sencillamente en una segunda casa. ¿Quién no quiere contribuir a mantener a flote la segunda casa, el entorno del cual recibimos los medios para vivir?
Sin embargo, hay otros empleados que, pasando o no por esta fase, llegan a una etapa en la que piensan directamente en el escalón siguiente: ah, pues si el negocio no se puede mantener a flote, me voy. Como empleado con un contrato firmado con el empresario, si este último me indica —y no directamente, sino a través de lamentaciones— que puede que no llegue a cumplir lo firmado, entonces pienso en qué puedo hacer yo para salvarme. Y empiezo a utilizar toda esta energía, todo el empeño en sacar el negocio adelante, a sacarme a mí adelante, encontrar otro curro y buscar otras oportunidades. Que siempre las hay.
Lo que pasa es que un empleador que juega la carta de las lamentaciones cuenta con que a muchos no nos gustan los cambios y que, una vez en un puesto más o menos decente, digno y estable, nos cuesta planear siquiera la posibilidad de otra cosa. En cierta forma es así y, tal vez en muchas ocasiones, es un gambito que le sale a ganar al empleador. Pero con tan solo una mirada más atenta, su imagen ya sufre una disminución profunda: ya no es un empresario, ya no tiene las riendas de la empresa, ya no tiene espíritu emprendedor, ya no cree en sus propias fuerzas, ya no sabe cómo hacer frente a una situación difícil, sino que se queja, se lamenta, llora sus penas, busca alivio, afecto y comprensión en los empleados.