En un curso opcional de recursos humanos que elegí hacer en el último año de la carrera, llegamos a un momento en el que, después de muchos artículos y libros leídos y analizados, de casos prácticos debatidos en grupos, de presentaciones orales de proyectos colectivos, la profesora nos hizo una pregunta aparentemente sencilla: ¿qué es lo más importante en una empresa? Mis compañeros con espíritu emprendedor empezaron a dar ideas, cada cual más bellamente envuelta: que si el plan de negocios; que si las estimaciones de ingresos y gastos; que si la columna zeta del Excel en el que salía el resultado de la fórmula con equis parámetros; que si el plan de marketing y promoción; que si los mercados o los clientes potenciales…
Pero, a fin de cuentas, estábamos en un curso de recursos humanos. Los seres humanos que trabajan en una empresa son lo más importante de ese negocio. Los recursos más valiosos de una empresa, los sin precio, son los empleados —el talento, si se quiere utilizar un término más de argot—. Sin los empleados, la empresa no existe; el espíritu emprendedor es solo esto —un espíritu—y el plan de marketing se muere en su hoja de Excel si no hay quien lo aplique. Los recursos humanos son lo más precioso y preciado que tiene cualquier empresa.
Por ello, es importante que cualquier empleado se sienta medianamente a gusto en su puesto de trabajo. Pero esto es obvio. Menos obvio es no menospreciar a los empleados. Al final, ellos están allí porque han pasado por una entrevista (o más) y han superado una selección hecha por la dirección. Ellos están allí porque el emprendedor los ha elegido para estar allí. Ningunearlos y tratarlos con desdén y arrogancia no es algo que pueda servir a ningún propósito de éxito para la empresa.
Lo peor de esto es, no obstante, que este ninguneo a los empleados viene disfrazado. Claro está, serán muy pocos los casos en los que el empleador empiece el día insultando, gritando, faltando al respeto o lanzando reproches a la cara de sus empleados[1]. Pero son muchos los casos en los que unas pocas palabras, unos breves hechos, unas pequeñas decisiones aparentemente insignificantes pueden tener pésimas repercusiones en la percepción de los empleados —de ellos mismos, del superior jerárquico y del lugar de trabajo—. Cuando el director de administración viene en chanclas a la oficina y encima necesita explicar que no le ha dado tiempo a ducharse después de un partido de baloncesto, parece que la precisión del director de estudios que, por su parte, no suele ir en chándal, pero es también profesor de educación física en el cole de la esquina, ni siquiera resulta tan llamativa.
[1] Casos que también se dan, por extremos que sean.