Como profesora de idiomas, cuando empecé a dar clases en España, recuerdo que hacía malabares con no menos de tres trabajos distintos, yendo y viniendo de una punta de Madrid a otra, levantándome a las seis y media de la mañana, viajando en metro a la hora de comer y picando algo de camino a las clases de la tarde, para acabar mi jornada laboral a las nueve y media de la noche, llegar a casa sobre las diez y tener que acostarme casi enseguida para poder retomarlo todo al día siguiente.
Ganaba bastante, pero lo que concedía en mi vida, que de hecho sentía como tal solo los fines de semana, los numerosos pequeños sacrificios personales, me pareció irrecuperable y, a lo largo de los primeros años, inaceptable. Ganaba bastante, pero la trampa de negociar en neto las tarifas, los honorarios e incluso, más tarde, los sueldos mensuales fijos —que es la práctica en el sector de las academias privadas de idiomas— se me reveló en la siguiente declaración de la renta, cuando el 2% de imposición mínima que me había puesto cada uno de los tres empleadores sin consultarme o preguntarme cuáles son mis circunstancias particulares resultó, obviamente, insuficiente para todo lo que había ganado ese año, y me tocó pagar más de los sueldos en neto ya cobrados. Resultaron sueltos netos solo para los empleadores, ya no para mí.
Escuché ofertas de trabajo alucinantes (léase: de mierda), planes y estrategias de pago de lo más creativas, excusas y justificaciones personales de los empresarios, sueldos indecentes, que ni siquiera contemplaban un ápice de competitividad en el mercado, para llegar a tener una idea de lo que buscaba, de lo que puede llegar a ser lo más cercano a la decencia en el sector: un horario fijo, bloques de horas seguidas en un mismo lugar, poco desplazamiento y un sueldo fijo. Todo lo que venía por encima de esto entraba ya en las condiciones privilegiadas de trabajo: muchas clases, pero solo en la academia, muchas horas, pero las lectivas distintas de las de preparación de las clases y evaluación de los alumnos, sueldo fijo y bastante bajo, pero negociado por encima del convenio, un contrato de trabajo temporal, pero que llegó a transformarse en indefinido con todos los derechos. Lo de no trabajar los viernes por la tarde era ya de fábula. Un trabajo decente, vamos.