Acabo de descubrir y tener la inesperada sorpresa de una nueva versión de la Antígona del clásico Sófocles que recibió muchos elogios ya, cuyas representaciones acaban de prorrogarse después del éxito inicial, así que, lejos de emprender el camino de una reseña que cumplimente una vez más el trabajo de reescritura del texto, la puesta en contexto, el talento de los actores, las potentes y relevantes referencias políticas y sociales actuales, me quedo con una frase que encuentro perennemente actual, universal y completa: argumentar hasta agotar el lenguaje. En la obra, es el incentivo hacia el público durante el juicio a Antígona, juzgada por haber incumplido la ley al decidir dar una sepultura digna a su hermano considerado traidor, inmerso en una guerra fratricida y castigado después de la muerte a no ser merecedor ni siquiera de un entierro. El mito de Antígona, más allá incluso del personaje del clásico, ha perdurado como tal hasta ahora —más de 25 siglos, dicen— porque esta es la potencia de las historias primordiales, de las leyendas y sus simbolismos; también porque el cuento de las decisiones imposibles, las historias de la espalda contra la pared siguen teniendo su encanto y traen los ingredientes de la poción mágica de verse reflejado en ello, entender un dilema por las propias experiencias comunes de los humanos.
El incentivo para el público —argumentar hasta agotar el lenguaje— me pareció más actual y universal que nunca porque jamás lo hacemos. Ni en buenos tiempos ni en malos tiempos, nunca tenemos la paciencia y la disponibilidad para hablar hasta la saciedad. No, demasiado pronto se nos acaba la voluntad de hablar hasta acabar las palabras y nos metemos de cabeza en discusiones conflictivas, en opiniones y juicios de valor, en etiquetas superficiales. Ya no hablamos, no argumentamos, no debatimos, y usamos las palabras solo para tirarlas al opositor —léase el que no piensa como nosotros— para echárselas en cara disfrazadas muchas veces de ataques personales, a falta de unas armas más eficientes.
Argumentar hasta agotar el lenguaje no significa solamente debatir. El argumento liberal del debate pacífico como herramienta para llegar a decisiones y conclusiones sensatas, escuchando a todas las partes, valorando y sopesando todos los argumentos se ha sobre-utilizado tanto, que llega a ser, de hecho, infravalorado por la dejadez con la que se invoca y la facilidad con la que se olvida. En pocas palabras, esto del debate suena bien y progre, pero al final, después de debatir —es decir, exponer sus ideas, hablar desde posiciones opuestas— ya está, nos vamos todos a casa y seguimos como hasta ahora. Cierto es que en muy pocas ocasiones puedes cambiar la opinión o la postura de una persona a través del debate; muy pocas veces puedes convencer a alguien de tu razón, con todos los argumentos que tengas; en muy pocos casos el acuerdo llega a significar más que una cesión de las posiciones iniciales, pero no por convencimiento intelectual, sino más bien por la mera sensatez de actuar desde el equilibrio y acercar posturas en aras del buen entendimiento.
Argumentar hasta agotar el lenguaje tendría que significar también explicar, contar, preguntar, ejemplificar, educar, compartir. Tal vez parece una obviedad, pero muy pocas veces se le puede convencer a alguien de algo —de la posición opuesta— porque las posiciones vienen de experiencias personales, de vivencias propias que nadie puede quitar o borrar con tan solo argumentos ajenos.
Y es que ya no hablamos y, por lo tanto, ni nos acercamos a agotar el lenguaje. No, muchas veces ni estamos dispuestos a escuchar, empezando por la política —bastaría con preguntarnos cuándo escuchamos la última vez los argumentos del político del partido opuesto a nuestras propias creencias y convicciones ya no tanto políticas, sino meramente sociales— pasando por las cuestiones sociales que nos preocupan —no hay que ir más lejos de la aguda y actual cuestión de la vacunación y preguntarnos cuándo escuchamos la última vez con atención a las decenas de expertos de todo el espectro, desde el sí más convencido hasta el no más rotundo, que llenan los muros de nuestras redes y las pantallas de nuestras teles— y hasta las relaciones y los conflictos personales, que muchas veces zanjamos con una excusa envuelta en la formalidad de las normas sociales que imponen pedir perdón y poco más, sin ir más lejos, porque no tenemos ni ganas, ni tiempo, tampoco interés.
Todo esto no lleva a que haya que hablar por hablar hasta la saciedad e irnos a casa para volver a empezar el día siguiente. Hablar hasta acabársenos las palabras tampoco tendría que significar cambiar de opinión, imponer la propia posición, ni siquiera convencer a nadie de nada. No, argumentar hasta agotar el lenguaje sólo tendría que servir para entender, para comprender muy bien la posición opuesta, del otro. Esto no significa adoptarla o justificarla —no, esto sería sólo saber el porqué de las posiciones adversas, saber de dónde viene el desacuerdo, sin ningún afán de cambiar la postura del otro. Desafortunadamente, con las opiniones, las posiciones, las posturas, ocurre algo parecido a las aficiones: escuchamos solamente la música que nos gusta, leemos únicamente los libros que resuenan en nuestras entrañas intelectuales, vemos exclusivamente las películas que nos estimulan y cuyos temas nos interesan, incluso nos juntamos y echamos amistades con personas que piensan como nosotros, que no nos retan ni nos hacen dudar de las propias creencias y principios.
Esto es lo fácil, lo común, lo cómodo. Argumentar hasta agotar el lenguaje sería lo opuesto: salirse, como quien dice, de su propia salsa, para ver qué hay allí fuera, escuchar y entender el porqué de lo distinto. No se tiene que creérlo, adoptarlo, ceder, ni siquiera aceptarlo. Tal vez el mito de Antígona ha perdurado tanto y ha constituido el tema de decenas de obras, representaciones y actuaciones por la universalidad de la ruptura que supone encontrarse en una posición imposible y tener que elegir —más allá de la elección primordial entre la ley humana y la ley divina— y por la cuestión que trae delante del público. A este no se le pide decir qué tendría que haber hecho Antígona, qué tendría que haber prevalecido, si se merece el castigo o no. Con el incentivo de argumentar hasta agotar el lenguaje, lo que se nos pide es escuchar y entender hasta el final, no descartar ni ignorar.