Siempre me ha fascinado la historia; de pequeña, leía historia de cualquier época, de cualquier país o región. Para mí – como seguro que para cualquier aficionado – la historia no era otra cosa que un cuento de más y la distinción entre ficción y realidad no era un aspecto relevante. Leía historia para enterarme de cómo vivía la gente de una época, qué tenían y qué les faltaba a las personas, qué pensaban y qué deseaban, cuáles eran los acontecimientos por los que pasaban, qué sentían, cómo se lo llevaban. Estos hombres y mujeres eran personajes – históricos, sí – en la historia de turno que leía y, como llegué a enterarme más tarde, sus historias, sus vidas, sus acontecimientos no tenían absolutamente nada menos interesante que cualquier novela u obra ficticia. Más tarde, aprendí que las historias mismas de las novelas se inspiran a menudo de la vida real – no es por nada que en castellano la palabra es la misma, tanto para el cuento como para la disciplina.
Seguí con mis viajes imaginarios durante prácticamente toda la adolescencia y la edad adulta, para luego empezar a escribir yo misma. Seguí trayendo conmigo en todas las casas que habité en todos los países en los que viví los manuscritos de la adolescencia (cuando todavía no tenía un ordenador), los textos impresos ya de la época de la uni. Dejé en la casa de mis padres los recortes de revistas y periódicos que publicaron alguna vez algunas de mis cartas como lectora, todas las entregas del periódico en el que publiqué por primera vez como periodista. Me he quedado para siempre en los archivos de la agencia de noticias para la que envié desde muchos lugares de España correspondencias y fotos durante más de seis años. Sigo escribiendo en este blog que pienso transformar un día en un diario un poco más articulado.
Pero justo en estos momentos estoy en la recta final de mi tesis doctoral – un ambicioso proyecto de análisis de la prensa rumana de España. A pesar de las apariencias, escribir no siempre es puro placer y relajación, sino que muchas veces se convierte en un proceso dolorido y complicado, consumidor y agotador. Queda por ver si la ambición va a acabar con los intentos o con la tesis.
No obstante, al repasar un capítulo en el que analizaba los artículos y noticias de un periódico rumano que se publicó en papel durante una década en España, tuve la aguda sensación que leía ya historia.
No eran solo las fechas de publicación que me provocaban esta sensación, sino los acontecimientos, su sentido, la forma de redactar, y no en último lugar los temas abordados.
Estaba leyendo cosas que pasaban hace 20 años, justo a principios del siglo y del milenio. Dos décadas pueden contar como casi una generación – y de allí mi sensación de leer historia. Más aún, los temas de los artículos: los intereses de los rumanos de España hace dos décadas se parecen a los de ahora, pero las preocupaciones, las dificultades – eran otras.
Recordé así, a través de mi propio trabajo de documentación de las noticias y editoriales que ordené por cronología y categorías de contenido, que hubo un momento en el que la inmigración europea era un tema de debate y conversación en España – por los rumanos. A principios de los años 2000, en España empezaba a formarse y asentarse lo que es ahora la comunidad rumana del país ibérico; esto constituía un tema predilecto de los periódicos, de las declaraciones de los políticos, de las campañas de comunicación política en épocas electorales. Además, la comunidad crecía cada mes.
Por otro lado, no sé cuántos recuerdan que los rumanos de hace 20 años empezaron por no tener los mismos derechos civiles que ahora – eran ciudadanos de fuera de la Unión Europea y necesitaban visados y permisos de trabajo, temían las repercusiones la inmigración irregular y esperaban ansiosamente la integración de Rumanía a la Unión Europea.
Llegó el momento, pero en los primeros años solo obtienen derechos relacionados con la libre circulación – no para poder trabajar sin restricciones. Fue una época en la que los periodistas buscábamos información diaria sobre nuevas medidas posibles, nuevos acuerdos entre los gobiernos, la situación de los rumanos, sus maneras de supervivencia – a la vez que nos interesábamos por cualquier acontecimiento cultural y social de la comunidad, que demuestre que los rumanos de España no eran solo un colectivo de trabajadores, interesados únicamente en cobrar para enviar dinero a casa.
La comunidad pasa a continuación por la relajación de las restricciones laborales para luego volver a sufrirlas. Finalmente, cuando se eliminan del todo, los rumanos de España se encuentran padeciendo los efectos de la crisis en igualdad de condiciones y derechos que todos los residentes del país ibérico.
Recuerdo que imaginaba en un momento hace más de una década si en algún instante del futuro hubiera unos arqueólogos que investiguen, a través de yacimientos y restos de antiguos edificios el paso de los rumanos por España, o algunos históricos que se pongan a investigar los libros, los periódicos, las actas de ayuntamientos o incluso las órdenes ministeriales y los reales decretos que documentan la existencia y evolución de la comunidad.
Pero la yo de hace 12 años que acababa de llegar a España no consiguió pensar tan lejos – ni siquiera cuando empecé con la lectura disciplinada de los periódicos rumanos – como para verse en este papel de historiadora de mi propio tiempo. No es mi ocurrencia: el muy citado, accesible y suavemente prosaico Ryszard Kapuściński (para el cual los límites entre la narrativa y el periodismo a veces son borrosas) lo dijo antes cuando trataba de demostrar que el periodista es el historiador de su tiempo, en tiempo real, porque hace su trabajo basándose en las personas, los acontecimientos y los documentos – como cualquier otro historiador.
Obviamente, me gustó mucho la idea cuando la leí – pero en aquel momento tampoco llegué a pensar en lo que yo estaba haciendo. No, esto pasó el domingo pasado, cuando repasaba un capítulo de una tesis que empecé hace casi una década atrás.
Lejos de mí presumir de mi nuevamente identificada contribución a la documentación histórica de la prensa rumana en España. Es, tal vez, un poco de nostalgia hacia una profesión que elegí dejar atrás por la convicción que, en esta época de las redes sociales y la transmisión del mensaje instantáneo en menos de 140 caracteres, el periodismo solo tenía dos opciones: morir delante de los influencers veinteañeros que no saben lo que es un teclado que no sea touch y no necesitan fuentes para postular y comunicar hechos y verdades, o transformarse en pieza y disciplina de museo, para la consulta e investigación de las generaciones futuras que querrán saber qué es, junto con las disquetes y los DVD.
No quiero que sea una conclusión amarga, sobre todo no para mis compañeros que siguen en las trincheras y seguro que no están de acuerdo conmigo. Pero desde la suficiente lejanía en el tiempo (llevo casi 6 años desde que di mi espalda al periodismo) he llegado a pensar que, puesto que la comunicación ha cambiado, los comunicadores profesionales también se han adaptado: o son comentaristas y analistas de la realidad, o historiadores de su tiempo. Son los dos únicos casos que veo posibles para poder seguir usando el boli y el cuadernillo para su propósito: informar sobre los hechos y las personas, basándose en fuentes y documentos.