Help me if you can, I’m feeling down/And I do appreciate you being ’round/Help me get my feet back on the ground/Won’t you please, please help me?
Pedir ayuda no es fácil; dar auxilio no es difícil. Pero ¿qué hacer cuando el que pide ayuda no sabe expresarlo? Más aún, ¿qué hacer cuando el que pide ayuda lo está haciendo a través de insultos, humillaciones, rechazo y reproches?
A raíz de una reciente discusión muy amarga y con profundo sabor a mal, no puedo dejar de pensar en una de las escenas finales de la última novela de Jonathan Franzen. El protagonista, el que había malvadamente construido un engranaje del que todo el mundo sale ileso menos él, se acerca a un precipicio tanto abstracto como físico. Pretende tirarse al vacío, pero durante la última conversación con su oponente bueno y luminoso, le pide ayuda. Cada frase que le echa en cara está doblada en sus adentros por un grito de ayuda y una suplicación a la redención. Cada cosa fea, torcida, amarga que le dice viene seguida por un “te suplico, ayúdame” que sólo él escucha, porque lo dice exclusivamente en su mente. Cada insulto que escupe se traduce por una imploración a auxilio que sólo el lector percibe.
El villano da el paso más allá del acantilado en el final de una escena sumamente poderosa para una novela y digna de una obra de teatro ántico. Era un protagonista que tenía que expiar sus males a través de una muerte trágica. No obstante, no puedo dejar de pensar que muchas veces, aunque no contestemos con mal al mal, carecemos de la capacidad de ver en el comportamiento de nuestros protagonistas negativos un grito de ayuda. Es muy fácil decir que en este mundo tan complicado y tantas veces demasiado feo, cada uno tiene que ayudarse a sí mismo, que los que necesitan ayuda tienen que admitirlo y decirlo para que la reciban y sobre todo, que pueden al menos no hacer daño en pos de pedir ayuda. ¿Y si es la única forma en la que pueden hacerlo?
Desde el orgullo, presumo que muchas veces me haya encontrado más bien del lado de los que pueden, quieren y tienen la soberbia de no resistirse a ayudar. Aunque también presumo de siempre haberlo hecho sin esperar nada a cambio, ahora temo que fue una forma de egoismo disfrazado de bondad.
Desde la humildad de la que todavía carezco, me entristece que talvez el que hierre pida ayuda. Que el que ataca quiera atención. Que el que provoca busque apoyo. Que el que insulta necesite un abrazo. Que el que apesadumbra añore sentir.