Dos cosas ocurrieron recientemente, que hicieron darme cuenta de lo afortunada que soy: esta vez, por hablar idiomas. Por un lado, he leído un artículo que un profesor de un colegio religioso de Alemania publicó hace años, y que se constituyó en todo un maravilloso alegato a favor de la enseñanza del rumano y en contra de la del castellano en las escuelas secundarias de su país. Por otro lado, son ya varias las veces que mis alumnos de la academia privada donde doy clases de inglés y francés me preguntan con admiración y envidia cuándo he aprendido los idiomas que hablo.
Recuerdo con una sonrisa como hace más de diez años, viviendo yo una de las estancias más felices de mi vida en Alemania, con una beca Erasmus, mis amigos y compañeros de la residencia de estudiantes consideraban que hablaba ya cinco idiomas, contando también el rumano, mi lengua materna. Yo me reía en aquel entonces y no entendía cómo podía contarse el rumano también, ya que todos tenemos que tener un idoma materno. Pues claro, cuando a tu idioma materno lo hablan decenas de milliones de personas en el mundo – como es el caso del inglés, del frances, del castellano e incluso del alemán – dominar también a un otro como el rumano, y además a nivel nativo, como lengua materna, puede resultar un provecho en sí. La primera vez que me dí cuenta de lo afortunada que soy fue hace ya tiempo, al pensar en cómo he aprendido estos idiomas y al ver la sorpresa que les estoy causando a veces a mis amigos de otras nacionalidades, que tienen como idioma materno una lengua que traspasa estas nacionalidades y sus fronteras.
He aprendido el inglés y el francés en la escuela pública de Rumanía. Con ocho años ya empezaba a hablar inglés, y a los 11 formaba parte de una clase especial dentro de la escuela de mi barrio de Bucarest, en la que se nos daban clases intensivas del idioma, junto con las de una profesora americana que no hablaba nada de rumano. Sí, en la Rumanía grís de los años 90, mis compañeros, mis hermanos y yo aprendíamos inglés con una profesora nativa, a la que teníamos que hacernos entender exclusivamente en inglés.
Más afortunada aún fui cuando un poco más tarde dí con el francés y con un profesor exigente que nos explicó simplemente que a él no le vale que hablasemos sólamente inglés y que a pesar de nuestra clase especial, sus clases estarían enfocadas en el idioma de Voltaire. Así que allá a por conjugar los verbos, aprender los tiempos y las formas de plural de los sustantivos en francés. Luego en el colegio formé parte del mismo tipo de clase especial, pero con clases intensivas de francés, con horas y horas de gramática y vocabulario, de historia y geografía de Francia.
Toda esta situación me cundió de verdad cuando hemos empezado a ver la televisión (es decir, cuando volvío a emitir) y mis oídos se acostumbraban al ritmo del inglés o del francés al mismo tiempo que aprendía a leer los subtítulos. Siempre tuvimos películas subtituladas. Recuerdo que fue un grán orgullo para mí cuando con unos ocho añitos conseguí ver, escuchar y entender una película de un cabo al otro, yo solita, sin que alguno de mis padres me ayude a leer o me explique algo.
La historia de amor con el castellano empezó un poco más tarde, cuando quise leer El Quijote en original y no pude, y le pedí entonces a mi madre a traerme de la Biblioteca Nacional de Rumanía, donde, por cierto, ha trabajado toda su vida, unos libros de texto y de ejercicios. Durante varios veranos me puse a aprender el español y el secreto surgió sólamente cuando empecé a hablarlo con mis compis españoles que conocí en Alemanía.
Finalmente, el alemán vino casi sin pensarlo, cuando quise hacer algo diferente y elegí una beca Erasmus en Alemanía en vez de Francia o España. Lo cierto es que el alemán sí que lo aprendí fuera del sistema – en el Goethe Institut de Bucarest.
Ahora bien se puede decir que he aprendido todos estos idiomas en mi país. En mi pequeño, pobre, a veces infelíz país, donde la población habla un idioma minoritario en el mundo. Es una historia clásica del particular al universal y de final felíz: a través del minoritario rumano, que es mi idioma materno, al cual casi recibo como herencia inmerecida y sin gran esfuerzo, he conseguido habrirme puertas y tenderme puentes a otras culturas, a otros mundos – al mundo entero.
Ahora más que nunca me siento felíz y afortunada porque puedo enseñar a otros y hacerles disfrutar, como hice yo misma hace años, del bello camino que es aprender un idioma. Más aún, porque mi idioma, mi rumano, sale del particular y llega al universal: hay gente que quiere hablarlo, que se deja fascinar por la historia y la cultura que esconde, que busca y lee a sus escritores – de los cuales no son pocos los que mantienen que escribir es vivir en un idioma.