Llego una buena mañana al curro, entro en mi aula, que es también mi puesto de trabajo, y empiezo a preparar mis clases, organizo las fotocopias, hago una estimación de los alumnos presentes y estoy a punto de darle al play a un vídeo didáctico que pienso utilizar con uno de los grupos, cuando empiezo a discernir trocitos de una conversación en la recepción. La puerta de mi aula está entreabierta y da al lado de la recepción, donde sé que se encuentra el director administrativo. Empiezo a prestar un poco más de atención y me doy cuenta de que ha llegado mi compañera Brianna, profesora de inglés. Brianna es americana, ha llegado a España con un visado de estudiante, ha hecho un cursillo de profesorado y quiere ser profesora de inglés como lengua extranjera, además de quedarse a vivir y trabajar en este país, que le encanta. Para poder trabajar sin restricciones, Brianna necesita un sponsor/patrocinador —un empleador— para el arraigo, trámites que ha arrancado ya y que le piden, a corto plazo, sacarse un título de nivel avanzado de castellano. Muy aplicada y seria, Brianna se ha puesto con el español: va a una academia para extranjeros, practica con su novio español y trata de mejorar cada día.
Lo que oigo a continuación se me quedará grabado en la memoria bajo la etiqueta «no tan sorprendente como increíble»: en aras de aclarar la cuestión del género de los sustantivos en castellano, el director de administración le explica que es un poco difícil entenderlo y menos aún tener claro qué sustantivo tiene qué género, puesto que el inglés ha perdido esta característica —los nombres comunes no tienen género morfológico—. Pero no debe preocuparse demasiado, porque el director es muy astuto y viene al rescate: si el sustantivo tiene polla, es masculino; si no tiene polla, es decir, si tiene vagina, es femenino. Un ejemplo, le dice: la mesa. ¿tiene polla o vagina? Es “la” mesa, pues tiene vagina —es femenina.
Creo que la conversación continuó con otros y más variopintos ejemplos, según lo que me contaron más adelante los demás compañeros que llegaban a trabajar, pero yo cerré la puerta de mi aula y traté, sin éxito,de volver a preparar mis clases.
He apuntado esta historieta en este capítulo, pero podría muy bien haberle encontrado hueco en el del ninguneo de los empleados. La falta de respeto hacia Brianna es evidente, peor aún, porque creo que ella no lo percibió como tal y le pareció gracioso, incluso una señal de cercanía del jefe, que le echaba una mano con el español. ¡Qué guay es el entorno en nuestra academia!, ¿no? ¡Qué bien! que podemos pronunciar abiertamente palabras como polla y vagina, sin reparos ni miramientos, porque al final son solo palabras, ¿no? ¿Por qué escondernos detrás de palabras, por prudencia, mojigatería?, si somos todos adultos.
Bueno, más allá de la edad biológica, hay personas que creen mucho en lo que se llama edad mental. Y este episodio de la actuación del director creo que los psicólogos lo llamarían el síndrome de Peter Pan, el niño perene que se queda en Neverland porque no quiere hacerse grande y madurar. Hasta este momento, solo así consigo explicarme este episodio: fue como ver a un niño que acaba de escuchar una palabra que sabe que no debe decir y la repite constantemente justo porque está prohibida y porque le hace gracia. Si, además, el adulto de Neverland encuentra un contexto favorecedor y un pretexto que puede ser envuelto en un discurso de tipo «soy guay, abierto y hippie y no me dejo restringir por tonterías llamadas normas socioculturales, con lo cual tengo el valor de usar estas palabras», el mensaje recibido por otros adultos es, aparte del referente a la edad mental, el del desdén completo hacia los empleados que vienen a trabajar y esperan encontrar un entorno de adultos.
Las palabras no tienen vida, no son buenas ni malas, ni blancas ni negras, y han de ser solo el significado que les demos. Palabras como las que indican y significan las variantes de la calle de los órganos sexuales masculinos y femeninos describen eso; su uso es a libre elección de personas maduras, ya sea en un momento de furia, alegría, o sencillamente porque es así como quieren hablar. Tal vez obviar la diferencia entre el género sexual y el morfológico-gramatical puede ser considerado como parte de una especie de militancia discursiva, porque algo en común tienen, aunque sea solo la percibida dualidad del género en la naturaleza. Pero el argumento es débil y el intento del director no llega a tanta fineza. Sigo asociando el recuerdo de la escena con el desdén casi absoluto hacia la extranjera, que no puede entender la cuestión del género porque su idioma lo perdió en tiempos post-vikingos.