En el reino de los pobres

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Desde que tuvo uso de razón, Mijaíl supo que este mundo no era para los suyos. Aquí reinaban los ricos: ellos poseían las tierras, la justicia, la protección, el pan y el poder. Para los demás —los pobres— quedaban las plagas, las cargas, los castigos, y una promesa lejana: el reino de los cielos. Así lo decía el cura, recordando a Mateo: «más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios». Mijaíl, que había crecido entre cenizas y carencias, lo comprendió sin rebeldía: ese otro reino, el que merecían los suyos, estaba aún por llegar.

Vivía en Satu Nou, una aldea humilde y libre, cuyos hombres trabajaban sus propias tierras y compartían praderas, huertos, sembradíos. Allí, en el borde de los bosques de Transilvania, se aferraban a la dignidad que les quedaba: la de no tener amo. Pero ni esa libertad bastaba. Esa mañana, tras regresar del mercadillo, Mijaíl encontró su mundo reducido a humo: su casa, su jardín, su madre. Todo, arrasado por orden de Vlad Drácula, el príncipe valaco al que, por decisión de reyes y acuerdos lejanos, pertenecía también aquel condado.

Nadie entendía por qué. Se habían pagado los tributos, cumplido con los diezmos, trabajado en las cuevas de sal, cortado leña para la corte, entregado vino y queso. ¿Por qué entonces había mandado quemar una aldea que lo había dado todo?

Mientras envolvía el cuerpo de su madre en un lienzo de cáñamo para enterrarla en el cementerio del cerro, Mijaíl recordó su historia. Su madre había sido tejedora, de las pocas que aún sabían hilar con respeto y poder. De ella había aprendido la historia del cáñamo, la fibra que contenía secretos antiguos y que, en su nacimiento, ella había ofrecido a las moiras para que no cortaran su hilo de vida antes de tiempo. Su padre, campesino libre, había retomado el oficio y, con esfuerzo, se ganó el apodo de Johannes el tejedor. Hacía mantas y túnicas, y vendía en los burgos lo que su cuerpo agotado aún podía producir. Pero ni la tierra propia ni la libertad le libraron del desgaste. Había fallecido unos meses antes de la tragedia que se había llevado a su madre, en el huerto, arrancando malas hierbas.

Ahora, los dos yacían bajo la misma tierra, y Mijaíl, con la cruz tallada a mano, los despedía. Los vecinos hablaban de organizarse, levantar a los jóvenes, defenderse. ¿Pero de qué? ¿De quién? ¿Y por qué había que defenderse de quien debía protegerlos?

Los rumores se multiplicaban: que el vaivoda castigaba a la aldea por dar cobijo a monjes occidentales. El cura Matías —el mismo que rezaba con sus propias manos la tierra de la iglesia— le confesó que, en medio del fuego, uno de los hombres del príncipe gritó: “Que os sirva de lección por dar cobijo a los monjes.” Pero no había monjes en Satu Nou. Solo familias, trabajo y respeto a los tributos. Nada que mereciera castigo.

Tal vez, pensaba Mijaíl, la aldea fue elegida precisamente por ser libre. Atacar una finca de algún boyardo poderoso habría tenido consecuencias. Pero a los campesinos sin amo nadie los defendería. Ser libres no los hacía intocables, sino prescindibles. Pagaban sin protestar, y por eso eran el blanco perfecto.

Tras el entierro, los aldeanos compartieron pan y vino para acompañar el alma de su madre al más allá. Mijaíl, huérfano y lleno de preguntas, escuchó a la nana Voichița contar una vez más la historia del cáñamo. Entonces, por fin, lloró. Lloró por sus padres, por su aldea quemada, por la confusión que nadie lograba despejar. Y lloró, sobre todo, porque entendía que había entrado definitivamente en ese otro reino: el de los pobres, donde la vida se trenza con dolor, donde los relatos son lo único que queda, y donde la justicia siempre parece estar en otro mundo.

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