El otoño de la vida

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1504. Satu Nou, Sibiu, Condado Amlaș de Transilvania

Cada uno está destinado a morir. La muerte es el final inevitable para todos, y aunque nos empeñemos en negarlo, el cuándo y el cómo de esa muerte están fuera de nuestro control. La vida no es nuestra para decidirla. Es un camino ya trazado, un destino que no podemos alterar, por más que nos sintamos dueños de nuestras decisiones. Las dificultades y tribulaciones que encontramos en la vida son parte de ese diseño, y no importa cuánto luchemos contra ellas, lo único que podemos hacer es aprender a aceptarlas. Esto no significa que tengamos control, sino que debemos rendirnos al destino que nos ha tocado.

Al llegar al otoño de su vida, Mijaíl lo comprendía mejor que nunca. Miraba hacia atrás, hacia los años ya recorridos, y veía claramente que todo estaba predestinado. No importaba lo que hubiera intentado, las decisiones que tomara, las luchas que librara, todo le había conducido, de una forma u otra, a ese preciso momento. De haber intentado tomar otro camino, el destino le habría puesto obstáculos, como si todo estuviera diseñado para que él llegara a este punto, de una manera o de otra. El camino que había recorrido estaba ya escrito mucho antes de que lo comenzara.

En su juventud, Mijaíl se había resistido a esa idea. Su padre le enseñó a leer y escribir, intentando apartarlo de la vida dura y pobre de un campesino. Le mostró un camino diferente, un camino que él pensaba que lo liberaría del destino de la pobreza y el sufrimiento que había marcado a su familia. Sin embargo, Mijaíl no entendió esas enseñanzas en su momento. Las veía como una forma de capitulación ante las dificultades de la vida, una forma de aceptar lo que venía en lugar de luchar por cambiarlo. Pero con el tiempo, y con el paso de los años, comenzó a comprender que su lucha había sido en vano. Su destino ya estaba escrito, y nada de lo que hiciera cambiaría eso. La paz llegó cuando finalmente aceptó lo inevitable.

La comprensión de su destino vino cuando, por fin, aceptó su vida tal y como era. Ya no era el joven que luchaba contra lo ineludible. Ya no era el hombre que deseaba cambiar el curso de su vida. Al mirar atrás, se dio cuenta de que las luchas y resistencias solo habían retrasado lo que era inevitable. Había tenido que aprender a rendirse, a aceptar lo que le tocaba vivir, a comprender que la vida no podía ser controlada. Su resistencia había sido inútil, y solo cuando comenzó a aceptar su destino fue cuando pudo hallar la paz.

Un recuerdo que regresaba a su mente era el de una noche alrededor de una hoguera en el campamento, en los días previos a una batalla, a esa última batalla. En ese momento, Rareş, su querido hermano en armas, le había contado una historia que le había oído a su abuela. Era una historia sobre un pastor moldavo cuya oveja encantada le advirtió de un complot para matarlo. La oveja le dijo que sus compañeros pastores, de diferentes regiones, conspiraban para quitarle la vida y apoderarse de sus bienes. Sin embargo, el pastor no reaccionó como se esperaba. En lugar de luchar o huir, aceptó con serenidad lo que venía, sabiendo que la muerte era parte de su destino y que no podía oponerse a ella. La oveja le insistió, queriendo alertarlo de que aún tenía oportunidad de cambiar su suerte, de pedir ayuda. Pero el pastor, en lugar de intentar salvarse, aceptó la muerte con calma. Para él, la muerte no era algo terrible ni algo que temer. La veía como un evento natural, casi cósmico, como una boda en los cielos, con el sol y la luna como padrinos. La muerte, para él, era solo el fin de un ciclo, y al aceptarla, encontró paz.

Esa historia le enseñó a Mijaíl una lección importante. En su vida, había luchado muchas veces, había enfrentado innumerables enemigos y se había visto en muchas situaciones donde la muerte parecía inevitable. Pero lo que ahora comprendía era que la vida y la muerte son simplemente eventos que deben ser aceptados. No se puede evitar la muerte, y a veces, lo más valiente es no temerle. En la guerra, cuando uno no tiene nada que perder, vivir la vida con valentía y sin miedo es la única opción. Mijaíl entendió que la muerte es algo que no puede ser evitado ni retrasado, y que la única forma de vivir sin miedo era aceptar que todo estaba predestinado.

Al recibir noticias del fallecimiento de Esteban, primo hermano de Vlad Drácula, Mijaíl pensó en las diferencias entre los destinos de los dos. Esteban, aunque también marcado por las luchas políticas de la época, había llegado a una vejez tranquila, aceptando su destino con serenidad. En cambio, Vlad había muerto joven, en el apogeo de su vida, con todo su ser marcado por la lucha, la venganza y la traición. A Mijaíl le sorprendió cómo los destinos de ambos primos, aunque similares en cuanto a las dificultades que enfrentaron, fueron tan diferentes en cuanto a su final. Esteban vivió mucho más tiempo, pero lo hizo sin las tormentas que marcaron la vida de Vlad. Sin embargo, Mijaíl pensó que ambos, en el fondo, habían aceptado sus destinos, aunque de formas distintas.

Vlad, a pesar de su vida llena de conflictos, traiciones y batallas, también había tenido momentos de reflexión. En sus visitas a los monasterios y su búsqueda de paz y soledad, Mijaíl creía que Vlad había encontrado respuestas a las preguntas que se había hecho durante toda su vida. Tal vez, pensó Mijaíl, Vlad también había llegado a la misma conclusión que él, que todo en la vida está predestinado, y que lo único que se puede hacer es vivir con lo que te ha tocado.

En su propio otoño de la vida, Mijaíl comprendió que el destino no se puede cambiar. No importa cuántas veces uno intente resistirse, el fin es el mismo. Lo que realmente importa es cómo se vive esa vida, cómo se enfrenta el destino con serenidad y aceptación. La paz viene solo cuando se acepta lo inevitable y se vive con valentía, sin temor a lo que el futuro depara. El destino ya está tejido, y lo único que nos queda es aceptarlo.

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