1475. Palacio de verano de Visegrád, Reino de Hungría

El olor a hierro y sangre persistía en su memoria como un tributo inevitable por el trono: la sangre, al fin y al cabo, no era más que una moneda de cambio. En los campos teñidos de muerte, entre cadáveres y moribundos, suplicando una muerte rápida, Vlad encontraba la única paz tras la batalla: el amanecer rojizo y silencioso. Ese momento le recordaba que cada vida tomada era un peldaño hacia su destino: reinar en Valaquia, vengar a su padre y hermano, y reclamar lo que le pertenecía por derecho.
Había intentado evitar la masacre. Disfrazado de turco, planeaba asesinar al sultán sin sacrificar ni una vida valaca. Pero falló. La batalla se desencadenó antes de tiempo, los flancos no se unieron, y el caos dominó. Se vio obligado a luchar, espada en mano, cabalgando como un demonio entre los cuerpos, degollando, cortando, gritando, sintiendo el pulso de la victoria.
Y entonces lo vio: Matías Corvino, rey de Hungría, con su corona resplandeciente y su mirada cargada de lástima. No era ayuda lo que ofrecía, sino piedad. Una traición más. Matías había preferido asegurarse la corona de San Esteban antes que cumplir su promesa de apoyo. Vlad no le debía nada: ni lealtad, ni sumisión. En Valaquia, el único soberano sin tributo a los otomanos era él.
El corazón le dio un salto, como antes de cada victoria. Pero despertó. No en el campo de batalla, sino en una habitación del palacio de Visegrád. Llevaba más de una década prisionero —aunque Matías jamás lo admitiría—, alojado como “huésped”, arma o moneda política, el más famoso de todos. Bajo la apariencia de protector cristiano y amante de las artes, Matías libraba sus batallas con diplomacia, no con espadas.
Y Vlad, encerrado, seguía esperando. Matías le había entregado a su hermana Ilona como esposa, una alianza política disfrazada de lazo familiar. En ese palacio habían nacido sus hijos, herederos al trono de Hungrovlaquia. Pero el ejército prometido nunca llegaba, y el momento de recuperar Valaquia parecía siempre lejano.
Cada día era igual: despertar no en su patria, sino en una jaula dorada. Vlad, el príncipe exiliado, el legítimo heredero, seguía aguardando el instante de cruzar los Cárpatos y reclamar su trono. Matías decía que ese día llegaría. Pero mientras tanto, el amanecer en Visegrád no olía a hierro ni a gloria. Solo a encierro.




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