A finales del primer año académico completo que pasé en una de las academias con las que trabajé, los dos directores —el académico y el administrativo— nos convocaron a los cuatro empleados fijos —creo que éramos tres profesores fijos y un recepcionista— y nos pidieron a cada uno pensar en un listado de propuestas o iniciativas para hacer las cosas mejor en el año académico siguiente.
Personalmente, no demoré mucho en propuestas de organización y logística, pero sí que me apliqué para ir con unas propuestas sensatas, justificadas y razonadas para unos paquetes de cursos y clases, según niveles, objetivos de aprendizaje y perfiles generales de alumnos. Además, hice también unas propuestas para la creación de unos recursos propios de la academia, unos cuadernos y materiales multimedia basados en fuentes actuales y fácilmente disponibles, como talk-shows o ipods. Las entregué con tiempo, recibí muy rápidamente confirmación de recepción y también unos comentarios positivos de los dos jefes, junto con el compromiso de sentarnos y hablar de todas esas propuestas, de todos, detenidamente, para seleccionar y ver cómo aplicarlas mejor. Se cerró el año, nos fuimos todos de vacaciones, volvimos en septiembre, empezamos a montar el nuevo curso, arrancamos el nuevo año, empezaron las clases, se nos llenaron las aulas y nada más. Nunca llegamos a tener esa conversación sobre las propuestas de mejora, nunca se volvió a sacar el tema, nunca nadie más aludió siquiera a ello y desde luego que nunca se hizo nada. En los años siguientes, eso sí, tampoco se nos pidieron otras propuestas.
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